Gordon Brown, el mismo Gordon Brown el euroescéptico, el Primer Ministro británico sometido a la presión de los conservadores y de los periódicos eurofóbicos, ha puesto el pie sobre el acelerador. Ha hecho ratificar, ayer, en vísperas del Consejo europeo, el proyecto de tratado institucional, este mini tratado que ha sustituido el difunto proyecto de tratado constitucional y que los irlandeses habían echado la semana última. Es un signo. Frente al peligro de ver la Unión desmoronarse lentamente, los dirigentes europeos quieren hacer frente.
Como se había sentido desde el sábado, quieren perseguir el proceso con ratificación, país por país, esperar que los ocho Parlamentos nacionales que no se han pronunciado todavía lo hayan hecho a su vez y volver, a continuación, hacia Irlanda para pedirle lo que desea. Será el momento de verdad. Irlanda podría decir entonces que se retira de la Unión, decisión que debería ser tomada por unanimidad de los 27 Estados Miembros, es decir con su propio voto.
Su gobierno, que había defendido vanamente el «sí», podría desear más verosímilmente que la Unión le da seguros escritas sobre el hecho de lo que este tratado institucional no la obligaría: ni a legalizar el aborto, ni a renunciar a su neutralidad. Eso no pondría problema ya que no se trataría allí más que de apaciguar fantasmas y los irlandeses podrían ser llamados entonces a votar.
Todo el problema es que, si hay muchos falsos temores a disipar en Irlanda, su voto no se debe sólo a ellas pero también, mucho más profundamente, a este enfado general de los europeos y de Europa, a este malestar de los ciudadanos delante de un proceso de unificación cuya finalidad ya no ven, no dominan el funcionamiento, descubren con retraso las experiencias y que echan en mucho país. Los gobiernos han decidido ir por delante, no de ignorar el voto irlandés sino de abrir al otoño, pasiones recaídas, una discusión racional con este país poniéndolo delante de las responsabilidades que le confiere su libertad.
No había gran cosa de otro a hacer pero, cuando muy incluso uno «sí» de Irlanda vendría, el año próximo, anular su« no », el malestar europeo no sería por eso menos grande. Crisis hay. Está grave y el único elemento que tranquiliza en este asunto es que se da, finalmente, cuenta, de todas partes, que el primer problema de la Unión es su falta de democracia.
La democracia de la Unión - puesto que existe, mucho más real que no se dice - es tan indirecta y torcida por los tratos entre gobierno nacionales que tantos más que el Parlamento, y los electores a través de él, no tendrán claramente la primacía en la Unión, esta crisis durará.
Mientras no haya partidos paneuropeos para proponer, a los ciudadanos europeos, programas sobre cuáles se puede elegir una mayoría parlamentaria, quien tomaría entonces el mando de la Comisión, del ejecutivo europeo, esta crisis se agravará.
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